Dr. Alejandro Salazar Adams. Profesor-investigador del Centro de Estudios En Gobierno y Asuntos Públicos de El Colegio de Sonora.
Copia texual de El Sol de Hermosillo
El socialismo es una ideología que, a pesar de sus fracasos históricos, continúa siendo atractiva para ciertos sectores de la población y para muchos políticos de izquierda. Esta persistente popularidad, especialmente entre los jóvenes, suele estar alimentada por una visión idealizada y por el desconocimiento de las consecuencias reales que ha tenido su aplicación. Prometiendo igualdad, justicia y prosperidad, el socialismo ha terminado por generar miseria, represión y muerte en los países donde se ha instaurado.
El socialismo se basa en la abolición de la propiedad privada y el control centralizado de la economía. Estas medidas, lejos de generar abundancia, han provocado escasez crónica de bienes esenciales, colapsos productivos y pobreza generalizada.
Mientras que las economías capitalistas experimentaron un notable crecimiento del ingreso per cápita durante el siglo XX y lo que va del XXI, los países socialistas hundieron a su población en la miseria. El caso de Corea es particularmente ilustrativo: tras la guerra de 1953, Corea del Norte y Corea del Sur partieron de condiciones similares.
En ese momento, el PIB per cápita surcoreano era de apenas 67 dólares, frente a los 156 dólares de Corea del Norte. Sin embargo, en 2024, Corea del Sur alcanzó un PIB per cápita de 36,024 dólares, mientras que Corea del Norte apenas llegó a 673 dólares. Esta diferencia abismal refleja el impacto de dos modelos económicos opuestos.
Pero el socialismo no solo ha producido pobreza. También ha sido responsable de la muerte de millones de personas. Como advirtió el economista austriaco Friedrich Hayek, un sistema de planificación central requiere imponer un único plan a toda la sociedad, lo que implica restringir libertades individuales. Para lograrlo, el Estado necesita un aparato coercitivo cada vez más poderoso, lo que conduce inevitablemente a la tiranía. Esta concentración de poder ha sido el caldo de cultivo para algunos de los peores crímenes políticos del siglo XX.
El politólogo estadounidense R. J. Rummel documentó que los regímenes socialistas fueron responsables de más de 148 millones de muertes entre 1917 y 1987. Estas cifras superan ampliamente las muertes ocurridas en guerras durante el mismo periodo. En la Unión Soviética, se estima que 61.9 millones de personas murieron como resultado de purgas, hambrunas, campos de trabajo forzado y represión política. En China, bajo el liderazgo de Mao Zedong, las políticas del “Gran Salto Adelante” y la “Revolución Cultural” provocaron alrededor de 71 millones de muertes, incluyendo la hambruna más grande de la historia moderna.
Otros regímenes comunistas también dejaron un saldo trágico: en Camboya, los Jemeres Rojos asesinaron a 3 millones de personas; en Corea del Norte, se estiman unas 3.5 millones de muertes; y en Vietnam, 3.6 millones. En América Latina, el régimen comunista cubano, idolatrado por la izquierda latinoamericana, ha sido responsable de unas 140,000 muertes, incluyendo ejecuciones, desapariciones y muertes en prisión.
R. J. Rummel sostenía que el poder político sin límites ha sido el principal motor de estas masacres. Y como advirtió Hayek, el socialismo, al requerir una planificación centralizada, necesita precisamente ese poder absoluto para imponer su visión.
No se trata solo de un error económico, sino de una amenaza directa a la libertad y a la vida humana. Por eso, es urgente educar a las nuevas generaciones sobre las consecuencias reales de esta ideología que promete el paraíso en la tierra, pero que siempre termina implantando algo más parecido al infierno. Olvidar estas lecciones del pasado no es solo una negligencia intelectual, sino una invitación al desastre.