Óscar Bernardo Rivera García, egresado de la IV promoción de doctorado en ciencias sociales, de la línea Globalización y Territorios, 2012-2015 de El Colegio de Sonora.
Para muchas personas la época de navidad es una de las mejores épocas de todo el año. Se convive con la familia, se festeja la vida misma, hay muchos colores y mucha comida. Sin embargo, la época de navidad, para muchas otras personas, es una paradoja de luces y sombras. Por un lado, el despliegue avasallador de un ritual de consumo que los margina; el espectáculo de los escaparates iluminados y los mensajes de abundancia que contrastan cruelmente con la precariedad de sus mesas. Para muchas personas, el festejo se convierte en una especie de espejismo colectivo donde las promesas de felicidad parecen reservadas para otros.
En muchas esquinas y rincones de la frontera norte de México, particularmente, la navidad no se va a medir por el tamaño del árbol ni por el costo de los regalos, sino por la capacidad de convertir la adversidad en un espacio para la esperanza. Estamos hablando de todas aquellas personas migrantes o en contexto de movilidad humana que viven la navidad como un recordatorio de las deudas que la sociedad tiene con ellos. Como grupo de personas en contexto de vulnerabilidad, las personas migrantes –niños, niñas, mujeres, adultos mayores, hombres– tienen la capacidad infinita de reinventar la alegría, incluso en los contextos más adversos. Es una prueba de que la dignidad humana no se apaga, ni siquiera en las noches más frías del año.
Esa navidad migrante se va a desarrollar entre la distancia y la memoria, entre el aquí y el allá. No será la navidad tradicional del pesebre familiar, de las posadas donde los amigos y familia entonan canciones, ni de la comida que siempre es demasiada para la mesa.
Será, más bien, una suerte de invocación a lo perdido y lo recreado. Se vivirá en dos tiempos: el tiempo del recuerdo, que es casi un refugio, y el tiempo del presente, donde la nostalgia se mezcla con la necesidad de adaptarse a los tiempos grises que se auguran en el país del norte.
Para las personas migrantes, el hogar que se deja atrás se convierte en una especia de altar de añoranzas, y la nochebuena es una oportunidad de rendirle tributo. Aquellos personas que tengan suerte, podrán contemplar un árbol navideño, o bien, un cactus decorado en una tierra donde la nieve no llega.
La navidad migrante también es símbolo de resistencia, una forma de recordar que la identidad no se deja atrás como una maleta vieja. Es la fiesta que, aunque fragmentada, reúne a las familias, ya sea a través de llamadas, mensajes o recuerdos compartidos. Y es un recordatorio de que la migración no es solo el viaje de un cuerpo, sino el traslado de un universo completo, que en cada festividad demuestra su capacidad de adaptarse y florecer en la adversidad.
De todas las personas migrantes, son los niños y niñas quienes ponen en paréntesis el arduo ejercicio de sobrevivir.
En el cruce de fronteras y realidades, la navidad para niños y niñas migrantes no se mide en luces parpadeantes, sino en incertidumbre que comparten con los adultos que los acompañan. Se tratará de una navidad sin país propio, sin certezas, con la infancia suspendida en el filo de una travesía. Para las infancias migrantes, las tradiciones como la navidad no son un lujo, son un recuerdo distante, tal vez el aroma de una cena que se queda en la memoria o la idea de un juguete que alguna vez fue posible.
Aquellos que busquen cobijo en los albergues o los campamentos improvisados, podrán experimentar expresiones de solidaridad de desconocidos. Acciones de muy pocos, pero que logran iluminar la penumbra de la travesía. Una cobija, un juguete reciclado, un plato caliente pueden adquirir proporciones casi mágicas. Sin embargo, no será suficiente para borrar el contexto: el miedo constante, el rechazo sistemático, la normalización de la exclusión.
Para muchas personas migrantes, la navidad llega sin promesas, llega con silencios y deseos. Deseos que no son regalos ni dulces, sino cosas simples: un techo, un abrazo, una cama que no se tambalee con cada paso del camino. Posiblemente la navidad es como en sus casas, allá donde quedaron sus raíces: con risas, familia, y el calor de lo conocido.
Pero aquí, en las tierras que cruzan, solo será un día más, con las mismas preguntas ¿Llegaremos mañana? ¿Nos dejarán quedarnos?
Una navidad para niños y niñas migrantes debe ser asumida por la sociedad como una posibilidad que nos exige abandonar el egoísmo y abrazar la causa común. Si logramos que, al menos por una noche, estos niños y niñas no solo sobrevivan, sino que sonrían con la certeza de que no están solos, habremos avanzado un poco en hacer de este país algo digno de su hospitalidad autoproclamada. Y quién sabe, tal vez el abrir los brazos, nos permita reencontrarnos con nuestra propia humanidad perdida.
(orivera90@uabc.edu.mx)