Óscar Bernardo Rivera García, egresado de la IV promoción de doctorado en ciencias sociales, de la línea Globalización y Territorios, 2012-2015 de El Colegio de Sonora.
Copia textual de El Sol de Hermosillo - El Colegio de Sonora
“No nacimos pa´ semilla”, título del libro escrito por el colombiano Alonso Salazar. No entraremos a detalle al contenido del libro, sino al título que trata de una metáfora poderosa sobre la realidad de muchos jóvenes en las barriadas de Medellín, durante los años más duros del narcotráfico. Es una frase que alude a la idea de que estos jóvenes, inmersos en la violencia y sicariato, no están destinados a crecer, a echar raíces ni a prosperar en la vida.
La semilla es símbolo de vida, de crecimiento, de futuro. Sin embargo, estos jóvenes sicarios, marcados por la pobreza, la exclusión y la falta de oportunidades, viven en un entorno en el que la muerte es constante, donde la vida se acaba antes de germinar, antes de alcanzar su potencial. “No nacimos pa´semilla” es aceptar que el destino no es llegar a viejos, sino ser consumidos por la violencia y el narcotráfico a una edad temprana. Se trata de una declaración trágica, pero también realista, sobre una generación que ve la muerte como una certeza más cercana que el futuro, como si estuvieran condenados desde el principio a desaparecer sin dejar huella. Esa falta de “futuro” es lo que trata de capturar el título del libro, mostrando cómo la sociedad, el contexto y la economía del narcotráfico les niega la posibilidad de florecer, de tener un mañana.
El libro fue escrito en 1990 y publicado bajo la editorial CINEP. Han pasado treinta y cuatro años y, por lo menos en México, un grupo importante de jóvenes, siguen aspirando a una vida efímera llena de alegorías de riqueza y poder que no garantiza echar raíces ni prosperar. Por ejemplo, el portal periodístico “Animal Político” publica un lacerante documento que titula “México es una trituradora de jóvenes” en donde expone que el estado de Sonora es el número uno en cuanto a denuncias por desaparición de niños y jóvenes hasta 29 años con un total de 817 denuncias entre 2018-2022. De estas denuncias, el 88% de los casos siguen sin resolverse. Después de Sonora, está el estado de Tamaulipas y luego Zacatecas.
En un país donde las oportunidades laborales y educativas son escasas para millones de jóvenes, el crimen organizado se presenta, paradójicamente, como una opción. No es la opción deseada, sino más bien una salida desesperada frente a un sistema que ha fallado en integrarlos. La incorporación de jóvenes a las filas del crimen organizado es la manifestación más oscura de la desigualdad social y económica que puede azotar a una región o país. Los jóvenes no se acercan al crimen organizado porque buscan una vida de peligros, sino porque el entorno económico los ha colocado en una situación de abandono y vulnerabilidad, donde el riesgo parece ser la única posibilidad de movilidad social.
Muchos de estos jóvenes provienen de familias también precarizadas, lo que perpetúa un ciclo de violencia estructural. Pero a todo esto ¿qué ofrece el crimen organizado? Ofrece una fantasía de pertenencia, poder y, sobre todo, ingresos inmediatos. Pero lo que realmente están “adquiriendo” es una exclusión definitiva de una vida digna y segura. Se vuelven parte de un sistema donde el trabajo se paga con la vida o con la prisión. Se inscriben en una forma extrema de precarización, en la que la incertidumbre no sólo afecta el futuro laboral, sino la propia vida.
En este proceso de precarización, hay un elemento que es más profundo, se trata de la precarización simbólica. Los jóvenes que ingresan a estas estructuras criminales como sicarios, no solo se enfrentan a la precariedad económica, sino a la marginalización social, donde su identidad queda atrapara en los márgenes de lo legal e ilegal, de lo aceptable e inaceptable. Se les niega la posibilidad de imaginar un futuro fuera del crimen, y esa negación es una forma de violencia.
La figura de jóvenes sicarios, tal como la conocemos hoy en día, no es solo jóvenes matando por “encargo”, es mucho más compleja. Esa figura está relacionada con las condiciones sociales, económicas y políticas que rodean a las comunidades donde este tipo de violencia florece. En la actualidad, el grupo de jóvenes sicarios están vinculados principalmente con la violencia vinculada, especialmente al narcotráfico, donde individuos son contratados para llevar a cabo asesinatos con fines de control territorial, ajustes de cuentas e intimidación.
El convertirse en sicario no se trata simplemente de una “decisión”, en un contexto vulnerable, donde no hay acceso a educación, empleo o una vida digna, el sicariato puede parecer una opción “fácil” o incluso “normalizada”. Detrás de cada joven que se vincula con la figura de sicario, hay una historia de marginalización, falta de oportunidades y, muchas veces, de abuso. Las redes criminales ofrecen a estos jóvenes una identidad y un sentido de pertenencia, algo que la sociedad les ha negado. No obstante, el precio de entrar a este mundo es altísimo: pierden la libertad, la seguridad y, en muchos caso, la vida misma.
La normalización del sicariato significa que, si no hay lugar en las instituciones, en la educación o en el trabajo digno, siempre habrá lugar en el crimen organizado. Normalizar significa que la violencia extrema y los asesinatos por encargo dejan de ser percibidos como fenómenos excepcionales o moralmente reprobables y, en cambio, son concebidos como prácticas “normales” dentro del “trabajo” relacionado con el crimen organizado. Este proceso, a su vez, se alimenta por toda esa violencia simbólica que rodea el mundo del sicariato. Con violencia simbólica nos referimos a esa acción invisible que representa ver a un joven portando un arma de grueso calibre y se asume como una figura inevitable en cierto contexto. El no cuestionar esa figura, la convertimos en una percepción inevitable.
Cuando una sociedad acepta que un joven cualquiera pueda ser contratado para matar a otro, estamos perdiendo el hilo de lo más esencial de nuestra humanidad. Se trata de un pacto con la muerte que nos roba la posibilidad de imaginar un mundo mejor. Al aceptar el sicariato como parte de nuestra realidad, estamos cerrando las puertas a la esperanza, estamos destruyendo el tejido invisible que nos une como seres humanos. Si dejamos que se convierta en algo normal, habremos perdido la batalla más importante.
Los rituales, los códigos de vestimenta y el uso de armas se vuelven símbolos de una identidad que está siendo negociada en terrenos de violencia extrema. Esto representa una contradicción profunda: mientras que el sicariato ofrece una identidad, también destruye el futuro. Estas formas de identidad no son elecciones libres en el sentido más pleno, son respuestas a un sistema que no ofrece más opciones.
Las juventudes involucradas en el sicariato significa un fenómeno dolorosamente complejo y urgente ya que los jóvenes en contextos de violencia extrema no son simplemente víctimas ni victimarios, están en medio de un sistema que los empuja a buscar formas de pertenencia, poder y reconocimiento en espacios donde las instituciones han fallado en ofrecer alternativas viables y dignas.
“No nacimos pa´semilla” puede convertirse en el eco de un país donde existe una generación quebrada, donde los jóvenes son lanzados al fuego del plomo antes de conocer la suavidad del viento. Es una metáfora brutal que refleja una realidad compartida. Es el grito que crece en el asfalto, el himno de los que no vivirán lo suficiente para florecer, porque en sus cuerpos ya no habita el ciclo natural de la vida, sino la urgencia de la muerte prematura. La semilla bajo este contexto no es el símbolo de un futuro fértil, sino un promesa negada por la violencia, donde los jóvenes, son tragados por un sistema que no los deja crecer, los siega antes de tiempo.
Ante la actual sucesión presidencial que históricamente estamos presenciando en México (con la llegada de la primera mujer en convertirse en presidenta de México), todo el aparato social que va desde el gobierno federal y toda la sociedad entera, estamos obligados a repensar profundamente, a examinar esas grietas y tomar en cuenta que, aquellos jóvenes que deciden involucrarse con el crimen organizado como sicarios no es propiamente un problema, sino el síntoma de un sistema social que les ha fallado rotundamente.
Como síntoma, habría que empezar a reconstruir el tejido social, ofreciendo espacios de verdadera inclusión. Una educación que no sea ajena a las realidades del país, sino que enseñe a pensar críticamente y a imaginar futuros posibles. Propuestas concretas sobre programas culturales accesibles, una democratización del acceso a las artes y el pensamiento, pueden abrir puertas que de otro modo se mantienen cerradas para los jóvenes en situaciones de vulnerabilidad.
Finalmente y ante un contexto donde se conoce una mayor participación de jóvenes vinculados con el crimen organizado, toca pensar si el verdadero fracaso es de los jóvenes que eligen la violencia, o bien, es de una sociedad que ha perdido la capacidad de ofrecer alternativas reales para la juventud. Resulta importante tener presente que la semilla no germina en suelos ensangrentados.