Alejandro Duarte Aguilar, egresado de la IX promoción de la maestría en ciencias sociales, de la línea Estudios Regionales, 2001-2003 de El Colegio de Sonora.
Copia textual del Diario del Yaqui
Quizá uno de sus aspectos más fascinantes es su papel en la representación cultural y la construcción de identidades urbanas
A lo largo de la historia, el reconocimiento del valor del patrimonio edificado ha pasado por diversas etapas. En la antigüedad, ciertas estructuras fueron veneradas y preservadas por sus cualidades sagradas o simbólicas. Sin embargo, el concepto moderno de patrimonio edificado, tal como lo entendemos hoy, surgió en el siglo XIX, cuando los movimientos de conservación comenzaron a consolidarse en Europa, impulsados por la Revolución Industrial y la transformación de las ciudades. En ese contexto, el creciente ritmo de cambio generó preocupación por la pérdida de edificaciones históricas, lo que dio lugar a las primeras leyes de preservación y restauración. Desde entonces, la noción de patrimonio edificado ha evolucionado, ampliándose para incluir no solo monumentos destacados, sino también edificaciones comunes que representan el modo de vida y las tradiciones de una comunidad.
Así, lo que ahora se conoce como patrimonio cultural edificado engloba a las construcciones, monumentos, sitios y conjuntos arquitectónicos que poseen un valor histórico, estético o cultural significativo para una sociedad. Se trata de un testimonio material de la creatividad humana a lo largo del tiempo y de la interacción entre la arquitectura y la cultura, donde se cristalizan las identidades locales y regionales. Estas edificaciones no solo sirven como testigos físicos de épocas pasadas, sino que también juegan un papel esencial en la construcción y sostenimiento de las comunidades en el presente.
Quizá uno de los aspectos más fascinantes del patrimonio edificado es su papel en la representación cultural y la construcción de identidades urbanas. Las edificaciones, especialmente aquellas que han sido parte del tejido urbano durante generaciones, se convierten en símbolos de pertenencia y cohesión social. Cada localidad, ciudad, o barrio posee una serie de edificios que representan su "alma" colectiva, siendo testigos del paso del tiempo y de los cambios sociales. Los estilos arquitectónicos, los materiales utilizados y los detalles ornamentales hablan de las influencias culturales, los valores y las prioridades de quienes los construyeron. Así, los edificios no son simplemente estructuras utilitarias; son portadores de significado.
Por ejemplo, piénsese en la plaza central de una ciudad que ha sido el corazón de la vida comunitaria durante siglos; este arreglo es el que presentan la mayoría de los asentamientos urbanos. En su entorno se erigen edificaciones históricas que han albergado mercados, gobiernos, escuelas o templos. Estas construcciones no solo han sido escenarios de eventos importantes, sino que, a lo largo del tiempo, la gente las impregna con sus historias personales y colectivas: vida, trabajo, ocio, etcétera, acontecidos en sus inmediaciones. Los edificios patrimoniales sirven como puntos de referencia simbólicos, donde la memoria y el presente se entrelazan. Al verlos, las personas se reconectan con su historia compartida y con un sentido de continuidad que nutre la identidad comunitaria. Pero, ¿qué sucede cuando estos edificios desaparecen?
La pérdida de una edificación vinculada a la biografía de los ciudadanos puede generar un impacto emocional profundo: un mercado donde se reunían las familias, una iglesia donde se celebraban bodas y funerales, una fábrica que daba trabajo a generaciones. Cuando estas edificaciones son demolidas o alteradas irreversiblemente, la comunidad sufre una sensación de pérdida de lugar, una especie de desplazamiento emocional y psicológico. La desaparición de un edificio patrimonial no es simplemente la eliminación de una estructura física, sino también es la erosión de un conjunto de referencias simbólicas que anclaban a las personas a su entorno, afectando la percepción del bienestar y la identidad de las personas, y rompiendo un lazo que une a la comunidad con su pasado y su futuro. Sí, el vacío físico que queda puede ser reemplazado con una nueva construcción, pero el vacío simbólico es mucho más difícil de llenar.
En este sentido, la desaparición de un edificio patrimonial puede equipararse a la pérdida de un fragmento de la memoria colectiva; si eso sucede, la cohesión social también se ve afectada. Las comunidades resilientes, aquellas capaces de enfrentar adversidades y cambios, dependen de sus lazos de identidad compartida y del arraigo a su historia. Al perder su patrimonio edificado, pierden también una parte de su narrativa identitaria, pudiendo con ello desaparecer una parte significativa de la memoria edilicia en las ciudades o, en otras palabras, una manifestación silenciosa pero contundente del olvido histórico, borrando los lazos históricos que interconectan a las comunidades.
¿Qué tan dispuesta está una sociedad a prescindir de esa conexión, con el riesgo de construir ciudades desprovistas de referencias, donde las nuevas generaciones crezcan sin un sentido claro de su identidad ni de su lugar en el mundo? Visto así, el patrimonio cultural edificado, entonces, no es un lujo ni una reliquia nostálgica, sino un cimiento vital para el desarrollo de comunidades socialmente consolidadas. Es necesario reconocer la importancia de preservarlo no solo como testimonio de lo que se ha sido, sino como base sólida sobre la cual construir el futuro.