Marchas Gen Z: el viejo ritual que México aún no sabe escuchar


colson

Dr. Mario Alberto Velázquez García. Profesor-investigador del Centro de Estudios Transfronterizos en El Colegio de Sonora.

Copia textual de El Sol de Hermosillo

A primera vista, las marchas juveniles de hoy —protagonizadas en días recientes por la llamada “Generación Z”— podrían parecer un recurso heredado de otras épocas. Un gesto que, en tiempos de plataformas digitales, parecería perder eficacia frente al poder de un hashtag o una tendencia viral. Pero las calles siguen hablando. Y lo hacen con la fuerza simbólica que arrastra medio siglo de luchas, traumas y disputas por el sentido de lo público.

En México, la protesta en las calles conserva un peso que la vida digital no ha logrado sustituir. Para muchos jóvenes, marchar no es un acto nostálgico, sino una forma de reclamar visibilidad en un país donde las instituciones suelen responder tarde —o no responder— a sus preocupaciones ambientales, estudiantiles, laborales o de seguridad. Las marchas son un aprendizaje de lo colectivo, en las recientes era evidente la falta de pericia de los jóvenes para coordinarse, genera cordones de seguridad para evitar que se infiltra en grupos afines o tener responsables de hablar con la presa; tal vez toda esta descoordinación sea buscada por diseño. Frente a este fenómeno colectivo la respuesta gubernamental vuelve a reproducir patrones conocidos: descalificar las manifestaciones de grupos no afines, mientras se permite, e incluso se respalda, la movilización de sindicatos aliados o sectores políticamente cercanos. La llamada Cuarta Transformación no ha roto del todo con la vieja tradición de medir las marchas según su conveniencia política.

A este escenario se suma un factor histórico que sigue condicionando la acción pública: el trauma de la represión del 68. Ese pasado opera como un límite invisible para cualquier intervención policial. El resultado es paradójico: autoridades que temen actuar con firmeza —para evitar repetir una tragedia— y grupos que aprovechan ese vacío. El llamado “bloque negro” ha aprendido a moverse en esa zona gris, infiltrándose en manifestaciones juveniles para causar destrozos, confrontar policías y saquear comercios. Su presencia distorsiona la protesta legítima y genera un dilema que aún no encuentra solución: ¿cómo contener la violencia sin reprimir la protesta?

Mientras tanto, la prensa nacional mantiene su propio juego simbólico. Las coberturas se ajustan con frecuencia a intereses empresariales o afinidades ideológicas. Un mismo hecho puede convertirse, según la línea editorial, en una explosión de vandalismo juvenil o en un acto heroico de resistencia frente al poder. Esta polarización mediática contribuye a que el debate público avance poco y se mantenga atrapado en etiquetas y estigmas.

El gobierno, por su parte, se equivoca al desoír los reclamos de una generación que enfrenta precariedad, ansiedad por el futuro, crisis climática y un acceso cada vez más desigual a derechos básicos. Pero también es cierto que las movilizaciones actuales no pueden entenderse sin el papel de las redes sociales, donde los intereses de grupos políticos, económicos e incluso gubernamentales logran amplificar causas, moldear percepciones y orientar la indignación colectiva.

Las marchas de la Generación Z no son solo un eco del pasado: son un recordatorio de que la calle sigue siendo un espacio de disputa democrática. Ignorarlas sería un error político; romantizarlas, otro. Entre la tensión histórica y la presión digital, México enfrenta el desafío de aprender a escuchar a sus jóvenes sin miedo, sin cinismos y sin cálculos de coyuntura. Porque, al final, cuando ellos marchan, no solo protestan: anuncian el país que quieren vivir.


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